lunes, 4 de mayo de 2009

Soy la náusea, tú me has creado.

Salió la luna a esconderse. Y cuando se esconde, son las noches de papel las que inician la fiesta de los excesos. Las estrellas, como débiles y esquivas ampolletas, no titilan para los que se pierden la fiesta, o al menos no lo hacen en sus pechos. Nuestros pechos están hinchados de una tortura estelar, brillantes en la ansiedad y la gula existencial. Es que si no hay una luna para nosotros, nos perdemos en un infierno exquisito y destapamos otra botella para saciar la sed imperecedera. Existe una herida que no cicatriza con otra cosa, es entonces cuando me doy cuenta de que el alma es árida como el peor de los desiertos, y siento correr el liquido por mi cuello porque me gusta imaginar que me desbordo.

Siempre permito que la cerveza me infle la barriga en el desorden y la euforia de una noche sin luna. Quiero morir en ella pero soy sensible y lloro algunas veces cuando me doy cuenta de que ya nada importa, que no existe la cumbia que quieras escuchar. Lloro, porque siempre lo hago cuando no estoy riendo convulsivamente. Soy de papel yo también, soy un mártir egoísta y desagradable, y así mismo, soy la inmundicia por enterrar las manos en la tierra cuando me ciega el alcohol al vagar la furia sin rumbo. No cabe duda, el alma se agrieta cada día que pasa, cada noche que me escapo del frenesí desquiciado al hombro de otro borracho pendenciero de su placer. Los borrachos… los borrachos que más quiero son la pesadilla de la noche, mis amigos en el vandalismo romántico, la calle y el desastre, los que se quieren morir conmigo y destapan botellas con los dientes; los que odian amando y abrazan otra vez la fiesta enferma en secreto, como si fuera un delito al que reincides sin saber por qué; nuestro delito en una gota de vino que resbale por la garganta, nuestro delito en la basura que escarbamos y que juramos propagar.

Si sólo pudiera vomitar bonito… soy la náusea del pueblo, un ruido espumoso en la garganta. Llora, crápula, llora, traidor del espanto. Llora abrazando fuerte la loza fría del guáter, como si se fuera a llevar la fiesta que te va quedando. Si al menos pudieras vomitar con la gracia de un pájaro, regurgitar; entre las ramas de un árbol espeso volverte amarillo con él y amarillo tu vómito sea su otoño. Patéale el hocico a quién te diga que ya basta. Porque nunca es suficiente, y la sed es escurridiza. Yo pienso que la nuestra está cerca del corazón, escondida tras el lagrimal de un asesino despiadado.

El último escupo en la taza,

alcaparras en la boca.

Vomitando nada,

vomitando el mundo dentro de una caja de cartón.

Miro hacia atrás y veo que todo se ha vuelto tan malditamente apocalíptico. Le echo la culpa a la suerte, y que la suerte me despierte otra vez si es que quiere que lo haga. Le echo la culpa también de mi amor envenenado cuando no le gusta la canción que le dedico pero le gusta que la amordace. Me parto en dos y no sueño. Sólo duermo la siesta, y la fiesta la reservo para los que me llamen por mi nombre.

La náusea del pueblo.

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